Las mentes privilegiadas sólo son para gente única, habitualmente inaccesible para el común de los mortales, para los mortales más comunes. Entre estos podría situarme; entre los mortales o entre los comunes. El atisbo de inteligencia me resulta vagamente aburrido para mi mente. Es como si cualquier razonamiento que proviene de alguno de estos seres lo diera por sentencia de cátedra, vamos que me genera una gran dosis de ataraxia. Como no voy a entrar en ninguna discusión de principios le doy la razón porque seguramente su argumento sea más interesante que el mío. Aunque, acaso, estoy empezando a distorsionar el significado de privilegiado, brillante o inteligente. Entonces, claro, ahí resulta que mi coherencia es la madre de la ciencia.
Viene a cuento desde el resquemor de una resaca, porque con los años cada resaca es una dosis más grande de depresión momentánea y pasajera. Para ser noviembre hay una luz casi veraniega en esta casa que se esconde entre edificios altos, calles estrechas y abarrotadas, a estas horas, de intangibles habitantes como son el ruido y el bullicio, los claxon de los coches, las sirenas de ambulancias y policías queriendo transitar por esta mar atestado de cosas, de cosas donde no hay espacio.
Me encanta ver el vapor del humeante café mientras se enfría. Pongo mi vista en modo retrato y de la intensidad que le propongo a la escena me duele aún más la cabeza. Anoche al llegar se me olvidó beber mi vasito de agua, será que no pisé por la cocina. La verdad, no me acuerdo. Tampoco como pude llegar a esta casa desde aquella zona tan alejada, repleta de bares de y atestada de gente pero que en un instante se convirtió en un desierto urbano a, supongo, altas horas de la noche antes del amanecer. En esto, Madrid ayuda con los trayectos tan largos. No llega uno a casa de la misma forma que salió del último bar. Tampoco puedo entender como una mujer, cuya cara no recuerdo, me acompañó hasta el portal. He de reconocer que el ron y la cerveza me alteran en demasía y anoche debí en mi trayecto de vuelta hablar con alguien. Del inicio del camino no me acuerdo de nada pero a menudo que se iban sucediendo los cruces de las calles y el cansancio y la desesperación por llegar a casa aumentaban la lucidez también iba creciendo. Esa pobre mujer se quedó sin lo que buscaba. Me invitó a subir a mi casa. Me dio la risa. Literal. Me pegó un bofetón y se fue. Aunque fuera de malas maneras, entendió que yo en ese estado no iba a poder complacer sus lujuriosos deseos.
La noche no empezó mal, el local en cuestión al que me llevó mi primo para celebrar que había vuelto con su novia no estaba mal del todo a pesar de estar en una de las zonas más pijas de Madrid. Es un garito un tanto fuera del círculo de perfumes invasivos, bótox en cantidades disparatadas y banderitas de España en cada muñeca. Al juntarme en la conversación en los que unos amigos de mi primo estaban apasionadamente teniendo percibí como si tomarse algo en ese local les posicionara en un estrato superior. Aquello empezaba a no interesarme. Cada vez que pasaba cerca de nosotros alguna mujer resultona y esbelta, no entro si guapa o fea porque con tanto maquillaje estaban más cerca de ser un espantapájaros, se giraban y sin ningún remordimiento ni vergüenza giraban sus cabezas y proferían cualquier exabrupto y alimentaban esa irrealidad de que a ese tipo de locales van las mejores mujeres.
No había ninguno o ninguna que no dejara de sacar su cabeza de entre la multitud mientras sonaba algún tema de algo que pretenden que le llame música. El ritmo asfixiante de esa música aturdía mis oídos y hacía más incomoda mi presencia allí mientras veía bailar a tíos y tías más pendientes de quien les estaba mirando que de gozarla. Quizás un jueves esté hecho para ello. La cuestión se me atascó cuando un tipo me vino a preguntar no se qué cosa y me vino a decir que era barato ese bar. Le aclaré que yo había pagado siete euros por un tercio de cerveza. El tipo, mientras miraba a una rubia que a todas luces parecía perniciosa, me vendía la moto sobre el buen rollo del local, lo cool de ir ahí y que una copa vale lo que tiene que valer. Le dejé hablar a ver si se cansaba y como no lo hacía me despedí de él con la excusa de ir al servicio. Mentira, me quería quitar de encima a esa ser insoportable. Apenas removí un poco el esqueleto para encontrar a mi primo y decirle que me iba. Había sido un placer pero hasta ahí había llegado. Adiós.
No era tarde. Si que ya era viernes porque el relojito me lo recordó pero no era tarde. Mientras caminaba sobriamente con el móvil de la mano buscando mi ubicación y la manera más rápida de llegar a casa me topé con una cervecería de esas tipo irlandesa y como me había quedado un regustillo amargo del último trago, entré a tomar una buena jarra de cerveza.
Durante la primera jarra miré en el teléfono las noticias que encontraba en Google, durante la segunda jarra iba descubriendo lo que había en Bluesky después de haber abandonado muy tristemente el antiguo Twitter. En esto que yo con mi simpatía habitual, una lástima que una pantalla no sepa transmitir mi fina ironía, le respondí de forma muy seca a una mujer que me vino a decir algo, no se que cosa.
De verso fino, adjetivos punzantes, elocuentes párrafos, entonación agradable. Vaya conversación chula con… no le pregunté su nombre. Tampoco le interesó el mío. No era trascendental para alimentar la agradable charla que teníamos. En un momento de la cual, me vino a la memoria el puto local anterior. Esa jodida cerveza que tomé. Me hizo reflexionar. Qué valía más…una cerveza en ese lugar obsceno y decadente rodeado de «mujeres guapas» y lujo o una cerveza con tus amigos en el parque de tu pueblo, una cerveza con tus amigos en la playa o en cualquier garito mucho más elegante que ese antro de pijerío. Mucho más elegante en cuanto a compañías, buena música, buen rollo, miradas nobles e igual de busconas. Qué vale más?
Ahora que caigo puede que la mujer del portal fuera la misma que la de la barra. Empiezo a recordar vagamente su cara. Me ha ganado. Ha generado la tormenta perfecta