Vibró el teléfono en mi bolsillo y me asustó, así, tan brusco, tan de repente. Aún alterado contesté y un silencio infinito y cruel permanecia al otro lado del hilo telefónico. No insistía en preguntar quien estaba sujetando ese silencio, callando esas palabras. Un soplo de expiración recorrió todo mi ser. Cerré los ojos y seguí caminando. Tenía ocupaciones y divertimento esa tarde pero una contradictoria libertad me invitó a recapacitar.
Disfruté, disfruté muchisimo, como hacía años que no lo hacía. Una compañía empática, una negación constante del aburrimiento y además acompañado por unas cervezas que alteraron, y de que manera, el pulso de la tarde. En las palabras de todos los demás había destinatario para sus aventuras. Había invitaciones tambien a obviar a alguien. Yo conté alguna anécdota pero no fue muy graciosa porque además, no tengo excesiva gracia al contarlo pero conseguí generar alguna carcajada. Sobre todo aquella en la que narraba la historia en aquel barranco en el que resbalé. Y no noté que fuera complacientes gratuitamente con mis aventuritas. Estaban comodos, como yo. Pero claro, despues de escuchar o contar alguna quijotada y despues del jaleo, siempre hay un momento para contarselo a alguien.
Volví a descolgar, no alzé la voz porque sabía que no iba a ver nadie. Por el retorno escuchaba mi respiración. No decía nada con mi gesto.
La tarde quedó preciosa y el sol crepuscular ardía en la poesia de lo trivial, pero era tan sencillo la quietud del campo que invité a Sara a su silencio. No la conozco, sólo su infinito silencio. No sé como es, no quiero saber que belleza la decora. Abajo, en el precipicio, está esperando.