"Quien quiera cambiar el mundo debe empezar por cambiarse a si mismo" - Socrates -

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"Quien quiera cambiar el mundo debe empezar por cambiarse a si mismo" - Socrates -

18 de octubre

Tiempo de lectura 6'

Los días de frío era los que más echábamos de menos tener un colegio más grande para poder quedarte en los días donde los pies se te quedaban como témpanos de hielo y los dedos de las manos como cuchillas afiladas que podrían herir a cualquiera que rozáramos. Ni mis viejos guantes heredados de algún primo rico mayor mío, que los tenía, eran capaces de conservar algo de calor en mis inocentes manos. Los días que soplaba brisa intensa, el patio era como una gran escenario preparatorio de alguna gran película de hollywood. La brisa, el viento, el aire hacia mantenerse sostenida las hojas del único arbolito que había en aquel cercado, balanceaba la hoja de una esquina a otra del cuadrilátero, como si alguien la soplara desde el suelo para que nunca cayera. Con dulzura iba de un lado al otro sin agredir a nadie queriendo parar el tiempo mientras todos los niños y niñas correteábamos detrás de una desgastada pelota que la utilizábamos como si fuera un balón de reglamento jugando a cualquier juego que no fuera balompié. Y si, también había niños que se quedaban impávido y paralizado siguiendo en su lento descender a su hoja favorita. Alguna niña también impertérrita e impasible quedaba ensimismada viendo a su hoja que no tenía porque ser la misma que la del niño de al lado. Ese baile sereno y acompasado de las hojas terminaba cuando se posaban en el suelo. Un día, ocurrió algo totalmente imprevisto y seguramente inusual en niños de aquellas edades, seguramente incluido en algún guion de alguna película de gran éxito y vete tú a saber si esa situación es lo más normal en el momento de las vicisitudes infantiles.

Martín era un niño bueno. Carente de maldad. Despierto y eléctrico. Travieso pero bondadoso cuando te tenía que ayudar. El muy jodío se dejaba querer o tenía ese halo involuntario de un niño carismático, todos queríamos ser su amigo. Martín era el mejor de clase jugando al fútbol y además se le daba realmente también las chapas y las canicas. Jugar era muy complicado en un patio con tan pocos metros de arena pero él se defendía muy bien en todas las superficies. No éramos los mejores amigos pero por que él no quería, tenía tantos que podía escoger quien era su mejor amigo en cada momento. No recuerdo ningún día llegar a casa embriagado de emoción y decirle a mi madre:

– «soy el mejor amigo de Martín»

También las niñas querían ser la mejor amiga de Martín. Hubiera estado bien saber en esa edad que suponía que las niñas quisieran ser tu mejor amigo. En que se diferenciaba la amistad de un niño y una niña.

Un día, debería ser otoño, cuando alguna hoja empezó a caer ritualmente y después de concluir su dulce baile sobre nuestro patio, me tiré al suelo a por la hoja más bonita y más perfecta que jamás había visto. Era tan hermosa que la vi mientras perseguía la pelota de juego en el recreo e ipso facto me detuve como si me hubiera dado un soponcio. Me quedé boquiabierto y casi sin respiración mientras esa ideal hoja zarandeaba su ápice y peciolo al son del violín más hermoso del mundo. Se detuvo cuando cayó y por una vez en la vida nadie me ganó, seguramente porque no competía contra nadie, y golpeando mis rodillas contra el suelo agarré la hoja con suavidad para que no se me rompiera. Era preciosa. Y tan bonita era que se la quería regalar a alguien especial. Como conviene a esa edad, no lo pensé de manera coherente pero agarré un rotulador en el hoja escribí con letra mayúscula y clara: 18 de octubre.

Como yo era incapaz de hablar a las niñas guapas del colegio fui a Martín en un momento que le vi sólo y le dije:

– «dale esta hoja a la chica más guapa de nuestra clase»

– «para ti, quien es?», me contestó

– «dásela a quién más la vaya a cuidar». Fin de nuestra conversación.

No esperó Martín mucho. Y además dejó con lo que estaba entreteniendo y fue a dárselo a Carolina. No tardó el tío ni un minuto en darla un toque en la espalda y señalándome le dijo que la hoja más bonita del mundo era para ella.

Nada malo hizo Carolina con esa hoja, ningún desprecio, ninguna objeción. Siempre debió tratarla con cariño y tenerla a bien protegida.

La semana pasada tuve que ir a mi amada y detestada Madrid por motivos estrictamente laborales. A media tarde tuve que llamar a Susana para decirle que me tenía que quedar a dormir allí, que no iba a llegar en hora al último tren. Al desearla buena tarde una buena ración de ira y fastidio gangrenó mi cerebro. Me perdería el sagrado momento de acostar a las niñas y poder levantarlas a la mañana siguiente después de haber compartido sueños y cama con la compañera y amiga de vida que tengo.

Odio Madrid por la urgencia y el bullicio, amo Madrid por el anonimato y variedad de sus calles. No muy lejos de donde llamé a Susana había un hotel de categoría diríamos normal, caro, pero normal, limpio y aseado. Cuando terminé de ducharme y aún teniendo que utilizar la misma ropa sentí la necesidad de pasear entre el mar de ruidos de Madrid, sus comercios inverosímiles en pequeñas ciudades y prisa convertida en calma, ya era de estar relajado. En una de sus calles vi un cartel tipo vintage de un bar, si de un bar. Y me llamó sumamente la atención por su nombre «18 de octubre». Me vino rápidamente al recuerdo esa fecha, estaba a pocos días de que llegara, pero la recordé claro por el episodio de la hoja. Y claro, no podía dejar de entrar en el bar. Una barra alargada, desgastada, forrada de madera. No tenía apenas nada sobre ella, solo un par botes grandes de queso en aceite, algo que verdaderamente me hace perder la conciencia así llamé a la camarera. Mujer, con una piel a camino entre estirada y arrugada y unos ojos marrones totalmente identificables. No me hizo falta más. Me preguntó que quería. Le pedí un minuto, no para fijarme en la carta o que poder pedir de pincho, sino para recuperarme de ver a Carolina. En un impasse se me pasó por mi cabeza la imagen de Susana, de la niñas, de toda nuestra vida…como un huracán que se llevaba la realidad con Carolina. Pude recuperarme de la impresión. Ella no me reconoció en ningún momento algo que me sentó fenomenal y me hizo sentir relajado. Esa tranquilidad se quebró cuando vi en la pared más cercana a mi un cuadrito con una hoja de árbol, enmarcada y con un texto perfectamente visible, algo débil, pero totalmente legible: «18 de octubre»

Era mi hoja

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"Sólo los locos tenemos suficiente fuerza como para sobrevivir, sólo los que sobrevivimos podemos juzgar acertadamente lo que es la locura"

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