La costumbre es como tal rutinaria. Siempre la misma función. Antes de desvestirme de toda la ropa siempre compensaba con alguna parte del pijama puesto. El ciclo consistía en nunca estar sin nada puesto. Pantalón, porqué no, de franela y camiseta de manga larga para que dormir con los brazos fuera no supusiera quedarme frío. Nórdico y sábana, porqué no, de franela hasta las orejas, media vuelta y boca abajo a soportar la rutinaria soledad, como el frio o como el calor, un día tras otro en la estación correspondiente donde no salían ni llegaban trenes solo llegaban las nubes o se ponía el sol.
Al darme otra media vuelta estaba sentí su respiración como una dulce expiración de calor, en mi cara. Extendí mi brazo y reposé mi mano sobre su barriga, el centro de su cuerpo, el origen de todos nosotros. Moví la mano no realizando una caricia, quizás palpando para afanarme en la seguridad de que alguien descansaba junto a mi. En apenas un instante la ropa desapareció de mi busto, desvestido como un niño recién nacido y el bello de punta al sentir una mano sobre mi espalda, deslizando los aterciopelados dedos sobre mi espalda hasta llegar la nunca. Nadé desnudo en su oleaje. Por breve que fuera el instante se pareció a una pausa sin medida ni tiempo que contar, una tregua vestida de dulzura y sensibilidad. Ardía mi cuerpo y me sobraba hasta la piel. Al girar la cabeza no vi a nadie, no había nadie y el frio entró en mi cuerpo como un vendaval de ira y venganza. Tirité de miedo que no de otra cosa parecido al gélido sentir del desamparo.
Pudo ser verdad o nunca existir pero al menos se que alguien quiso que yo no pasara frío