Como si un pretendiente pretendiera hacerse notar, quedé con unas cuantas muchachas que trabajan en un bar repleto de lucecitas, de colores generalmente que parpadean a lo largo de la noche. Yo sólo quería ir a su barrio a bailar, mostrar algunas de mis tretas para conquistar algún alma más necesitado que el mio y algún cuerpo más fibrado y terso que el que sujetan estos huesos. Empecé tímido como no podía ser de otra manera pero a raíz de ir tomando chupitos brindando por su belleza, castigadora y felina, fui cayendo irremediablemente pero con elegancia a la lona como un derrotado. Y yo que no estaba dispuesto a negarme a nada fui poco a poco traspasando la frontera de la cordura. Y aquello fue como la marea, que viene y va. Entonces entendí que había vaciado la cartuchera y no tenia más balas que emplear. Era un blanco demasiado fácil para graparme a su diana y sentir en los ojos los dardos de su desengaño para conmigo. Ese pequeño juguetón había dejado el juego a medias. «No me llames cariño», le sugerí antes de abonar mi cuenta. «Ya está todo dicho, que cada uno siga su camino, cada uno a su lugar» Ya no era el boxeador que horas antes ejercia con un ágil juego de pies de juguete misericordioso. Me cansé.
Nadie me hubiera sacado de ese triste vagar más que mi firme deseo de llegar a un justo acuerdo con mi conciencia
Es momento de irme, poco a poco. El tiempo de los besos sin pasión se acabó. No me apetece cumplir. Hay otras formas de huir. Ahora se que mañana encontrarás a otros por aquí mejores que yo. Amantes invisibles al día siguiente, buenos pagaderos y onanistas profesionales.
No iba a estar mejor en ningún lado que en el camastro que me había ofrecido pero intuía que allí no iba a percibir el aroma de la gloria. Buscaba una canción triste, un lugar parapetado de toda ofensiva, una música con la que sentirme acompañado, con la que salir adelante. Una tregua en el pensamiento del abandono. No era yo el paradigma del caballero nocturno ni el parapléjico mental que sentía obstruido las venas de los sentidos pero a esa hora de la noche que ya era día decidí un mecanismo de defensa. En un segundo adiviné que solo tú podías pagar el rescate del secuestro en que se había convertido mi vida en unas horas. Desvalido y desprovisto de la armadura se me ocurrió brillantemente buscar una trinchera donde refugiarme y no ser diana sencilla, para nadie.
Y así me hallo. Parando y sobre todo, evitando, los dardos.