Siempre Tomás me pareció un nombre que hacía más pequeño a la persona, me daba impresión de seres diminutos y pequeños ante el mundo, no se si me los imaginaba inferiores pero me generaba la sensación de seres débiles y atemorizados. Como si su palabra valiera menos que la de los demás. La cuestión es que el pobre Tomás, apunto de lo pobre porque había tenido una infancia muy limitada en cuanto a recursos materiales familiares llegó cabizbajo por primera vez y quizás atemorizado a la barra tras la cual yo me escondía, o mejor dicho, me defendía de las embestidas que la vida ya me había atizado, y por eso con Tomás fui especialmente simpático. Yo juraría que Tomás tendría casi la misma edad que yo, año arriba o abajo. Llegó, recuerdo perfectamente a una hora extraña para gente de su edad, bueno, de nuestra edad mejor dicho. Era media mañana de un día de diario y resultó extraño que me pidiera con voz rota y entre cortada un pacharán. Hizo que me cayera simpático solamente por el hecho de tomarse un pacharán, el único licor por el que siento devoción.
En el devenir de la semana no hubo mayor novedad que los silencios con los que Julia contestaba a mis mensajes. Ya eran dos meses en los que su mutismo horadaba todos y cada uno de los instantes de mi vida por mucha simpatía y felicidad que regalaba a los clientes del bar que defendía seis días a la semana, suficiente tiempo, en teoría, para no acordarme de mi vida fuera de aquel garito. Dos meses desde que me había dicho y me había llorado que era buena persona pero….. A sus puntos suspensivos no le quise poner un final y su marcha de casa me lo quise tomar como un falso paréntesis. Quise dibujar una mentira sobre la realidad. El caso es que en dos meses solo tuve consciencia de su presencia a los pocos días de irse de casa, al llegar yo a mi (nuestra) habitación, sentí su perfume, inhalaba su presencia, era intenso el aroma de su fragancia favorita. Resulta factible que había ido a casa a recoger sus cosas. Cuando abrí el armario y fui testigo de la ausencia de sus ropas, se me quebraron las piernas, se me partió el alma y caí de rodillas y desconsolado rompí a llorar balbuceando, con voz rota y débil, su nombre. Desperté al día siguiente en la alfombra enredado a un pañuelo que se le debió caer cuando hizo la maleta.
Días después imaginé verla a lo lejos. Justo para un día libre que tengo y volviendo a casa por la noche me pareció, tuve la certera impresión que la mujer que a lo lejos iba acompañado por un tipo era Julia. No encontré mejor recurso que darme medía vuelta, implorar al demonio y dirigirme al Darka a emborracharme, literalmente quería morir. No quería ver a nadie solo esperaba que Rony me sirviera una copa, bien cargada de vodka mientras sonara a tope cualquiera canción que me sumergiera en el olvido. Sonó Extremoduro y la poesía de Robe aderezó de forma dulce y salvaje la perdición a la que quería dirigirme en ese momento. A la segunda canción ya había tomado un cubata y tres chupitos, suficiente para elevarme a los cielos del exceso de la tragedia. De ahí en adelante y hasta que salí de mi antro favorito no recuerdo nada y a todas luces fue milagroso que al día siguiente me despertara en mi casa eso si, no se como pudo ocurrir pero apareció quemado el pañuelo con el que sin pretenderlo Julia me había abrigado noches atrás.
La alarma percutía mis tímpanos cada mañana, qué mal llevo lo de madrugar, bueno si le podemos llamar madrugar a levantarme a las 9 de la mañana. No la mañana de autos, cada mañana suponía un suplicio para mi y despertar sin el tacto de Julia era una catástrofe diaria. Y eso que en teoría mi terapeuta me decía que me venía bien trabajar para soliviantar mi desidia. Cada vez que me decía eso, me daban las ganas de tirarle el abridor a él. Una vez me levanté del diván de su consulta y me fui. Una consulta en mi día libre y encima me toca la moral. Cuestionábame constantemente si el tener trabajo era positivo para mi, si no sería mejor buscar algo de felicidad en otro oficio, en otra labor, de que servía tener un buen dinero a fin de mes si nada positivo hacía con él. Sentía la culpabilidad de no haber hecho feliz a Julia. Nunca fuimos a la montaña, nunca nos escapamos a un pueblo con encanto, hacía meses que no veíamos la playa. Apenas fuimos a un concierto juntos, la última vez que me pidió ir a ver a Robe le dije a que no porque no me gustaba. Qué hubiera pasado si me hubiera planteado tener un hijo porque después de seis años de aventura con dos de ellos viviendo juntos tendría que haber sido el siguiente paso. Seis años en el que, objetivamente, no calibré la calidad de mis esfuerzos y sacrificios. Era demasiado poco tiempo para aceptar que le resulté, finalmente, un tipo aburrido. Quien sabe si con el tipo que intuí que la acompañaba ya habría encontrado entretenimiento de calidad. Estaba amargado.
La segunda vez que vi a Tomás en el bar, a media tarde, vino directamente a pedirme una cerveza. Me hizo un comentario soez sobre una cliente que estaba tranquila y solitariamente al final de la barra entretenida con su teléfono móvil. Parecía sentir felicidad vista su sonrisa compulsa. Pero no me gustó nada el comentario y le señalé directamente con el dedo. «Aquí, comentarios así ninguno». «Es una zorra que se está riendo de nosotros». Ante esto salté precipitadamente de la barra, agarré a Tomás por el cuello y violentamente le saqué del bar mientras intentaba asestarme manotazos. En la refriega, me arañó y al llegar a la calle le alcancé un buen derechazo que le dejó knock out. El silencio.
Al volver detrás de la barra, con el corazón como si fuera a estallar en un pulsómetro, se me acercó la mujer en cuestión. Me preguntó si estaba bien y me interpeló por la razón de mi agresividad. Que qué me había hecho el tipo. «Faltó el respeto a un mujer por el simple hecho de serlo». «Imposible, habrás escuchado mal. Ves? Si solo estoy yo en este bar». La miré, hundiendo ligeramente la frente hacia un lado, mirándola del mismo lado. Si no lo comprendió, yo no se lo pude dejar más claro. Se fue. Nunca supe más de su presencia.
Tomás en un ejercicio de nobleza y valentía apareció por el bar algunos días después, desde la puerta pidió permiso para entrar y yo ejerciendo el derecho de admisión le permití entrar con la condición de que no fuera faltón. Con un chupito de pacharán sellamos la paz y como era ya casi de noche, me permití poner una canción de una de mis bandas favoritas y le puse «Flor venenosa» de Héroes del Silencio. Me dijo que no los conocía, con lo cual yo saqué toda mi ira en forma de indignación. Como podía ser que un tío que había vivido los 90 no conocieran esa música. Como el chupito nos había sentado bien y habíamos empezado un conversación de barra de bar entre barman y cliente me lancé a proponerle otra audición musical. Le puse «Si te vas» de Extremoduro. «Robe es un poeta inigualable de este país. Gracias tío». Brindamos con otro chupito mientras nuestro éxtasis se iba caldeando. Una y otra y otra canción iba poniendo mientras a él se le iban acumulando las cervezas y a mi los clientes que se venían arriba en el ambiente cálido musico-emocional. No era tarde. Aún quedaban cosas por decir.
Mientras yo ponía temazos a la gente le iba sirviendo con una energía especial y una alegría desconocida. Sentía la grandeza que generaba la barra de bar, el puto amo de la breve felicidad pasajera de todos los amantes de la noche, de todos los generadores de desperfectos, de todos los jinetes que cabalgaban a lomos de la inexperiencia. Me amaban, aunque solo fuera por un instante.
Al llegar la hora de cierre Tomás sentado en el único tajo que tenía yo en el bar a esas horas y sumido en la depresión alcohólica nocturna esperó lánguidamente a que invitara al último cliente a marcharse del bar. Me aposté a su lado y la verdad, me apetecía un trago así que me abrí una cerveza. Ese primer tragó me regó la garganta como a una planta feliz de ser empapada. Estaba a camino entre eufórico, nostálgico, dependiente. Empezó a comentarme que la música que había puesto le había emocionado y que todas la canciones de Extremo le había recordado a una mujer. «No pretendía yo emborracharte y tampoco entristecerte con el recuerdo de alguien a quien quisiste». «No la quise pero era mi mujer ideal» Yo, la verdad a esa hora, ya no entendía fácilmente así que seguía su conversación sin exigirme mucha complicidad.
«Hace unas semanas conocí a una chica tremenda por lo guapa y por inteligente que era, bueno, que es, que no se ha muerto.» Proseguía «el día que nos conocimos me dijo que no la habían follado así en mucho tiempo». «Muy bien chaval», le dije yo. «En solo diez días fuimos a un par de conciertos, a una presentación de una obra de arte en una galería de una amiga suya, tomamos ventimil cañas e hicimos el amor cada día que nos vimos». «Tomás, creo que no soy el mejor cómplice para que me cuentes estas cosas, hoy no, tío» le espeté. Me agarró desafiante de la camisa que llevaba puesta yo y me dijo «Sabes, compadre, yo la quise querer y ella….» Se calló repentinamente, abruptamente rompió a llorar. «Sabes que no se su nombre?» Atónito le dije que era imposible quedar con una mujer durante diez días y no querer saber su nombre. «Yo lo quería saber pero me dijo que hasta que no estuviera segura de que no me iba a ir, no me lo diría». Surrealista me parecía a mi. «Sabes porque se quien es y porque no va a volver?» «Dime», le contesté urgentemente. «En su gemelo derecho lleva tatuada una frase» Cual? le pregunté. «Si te vas… yo no voy a volver» Es la frase que Julia lleva tatuada desde el mismo día que firmamos el contrato de alquiler del piso en el que compartimos la vida durante dos años.
«Tomás», le dije agarrándole del hombro y acercándome a su oreja «A que jode….»