Comencé a andar lentamente sin prestar atención a mi alrededor, apenas era capaz de cambiar de punto focal y debido a la inercia las pulsaciones subieron de ritmo con lo cual cuando quise darme cuenta había recorrido ya una decena de kilómetros por sinuosas sendas, los escarpines llenos de polvo y heridos del rozamiento de mi piel. Recitaba una y otra vez versos mal memorizados como entretenimiento y esperaba que uno de esos escalones encontrara al fin, el acantilado que me llevara a sus brazos. Brisaba con pereza pero entreviendo el final del camino. Encontré una dama sentada de espaldas al sol, supongo que no tendría ninguna intención de dorar su esbelto cuerpo y con una decida actitud se levantó y se dirigió a mi. Con una mirada persuasiva quedó varada a escasos centímetros de mi nariz. No dijo nada, me agarró, fuerte de la mano caminamos hasta que el agua empezó a calar mis pies y sin cesar íbamos sumergiendonos en el oleaje del encuentro y mientras el agua me llegaba al cuello empecé a recitar, sin cometer un solo error, todos esos versos que había mamado en mis últimos años, todos los que habían inspirado mi obra, todos por los que había suspirado. No puede pronunciar la última silaba del endecasílabo final. Fui absorvido y aquel día fulminé una de mis vertientes.