No hay cualidad más subjetiva que la belleza, no tengo duda. Menos aún cuando esa belleza sopla con cierto cierzo hacia el corazón, genera pálpitos incontrolables, tan infantiles como reacios a la cordura. «Me idealizas», me dijo una de estas. Genera inseguridad observar una mujer guapa porque no hay mayor condena que ser rechazado. Una y otra vez, sin remisión.
Cuando Mily entró por la puerta tuvimos la desgracia que nuestras miradas cruzaron, cada uno iba en una dirección diferente pero hay milésimas de segundo que interrumpes tu intención para que se convierta en acción. Sucedió y me paralicé al instante de una manera brusca y llamativa. Una escena de película sin espectadores en el patio de butacas solo habitantes del mundo nocturno, ávidos, algunas de ellas, de que sucediera lo que me sucedió a mi. Bastó una sencilla reacción un tanto inocente para evaluar que ese segundo de coincidencia no serviría para nada más que para alentar y aletear mi cabeza durante un buen rato.
La cuestión no fue banal, durante unos segundos equivoqué cada uno de mis gestos porque seguía con el rabillo del ojo los movimientos de Mily. Pareció no importarle mi presencia. No dio ninguna importancia a nuestro cruce caminos oculares. Pero yo seguía interesado en su presencia. Al siguiente, vaso, al levantar la mirada de mis quehaceres de barman de categoría amateur, perdí para, en principio siempre, la estela de esa mujer que por casualidad o causalidad entró por la puerta de mi garito.
Se desvanecieron injustamente mis deseos de poder llegar a entablar una conversación con ella. Si yo entendí que esa mujerzuela representaba los cánones perfectos de la belleza podría ser perfectamente que algún tarambana que estuviera en el local hubiera tenido el mismo gusto que yo o sencillamente fue atrevido en iniciar, de forma chistosa como casi todos, una conversación ridícula hasta que se intercambian el usuario de Instagram o ya cada vez menos él numero de teléfono.
Al rato de mi lamento el agobio por parte de los clientes fue enorme y gotas de sudor habitaban mi cabeza, los hielos rechinaban en cada golpeo con el cristal de los vasos, era incapaz de pinzar a la primera la fruta de los combinados, me harté a servir ron y whisky por igual a vividoras afortunadas y vividores atrevidos, y sin levantar la cabeza de la barra acerqué la oreja a una clienta
«Barceló-cola, cortito»; Obediente dispuse el vaso lleno de hielos y sin limón frente a ella y al alzar la mirada la vi postrada ante mi, con cierta pose de inseguridad, sin mostrar la más fina de las habilidades femeninas. Me quedé quieto durante algún instante. Qué hago decía yo. Hubo un breve duelo de actitudes sugiriendo el uno al otro un pie para iniciar una breve conversación. Conversación sería demasiado serio llamarlo con todo el gentío gritando por que le saciara sus deseos viciosos de alcohol y emoción. Pero no hubo nada. Se bloqueó mi poca lucidez. Al pagarme se me cayó el billete dos veces, dos!. Mi ser estaba más alterado que una picadora de hielo. Al devolver el cambio apreté bien las monedas contra su mano y cuando la iba a apretar soltó abruptamente la calderilla y me quedé sin poder tocar su mano.
Impávido pero decepcionado la miré queriendo decirle cosas. Qué cosas? Seguramente lo que cualquier ser normal le diría a esas horas de la noche. Me sonrió, se giró y se fue.
Yo me quedé a lo mío. Y en lo mío sigo