Sólo la vista panorámica desde el avión en la maniobra de aproximación justifica la compra de un billete rumbo Ushuaia. Aún no era consciente adonde llegaba. Quizás tampoco lo que había dejado atrás y por supuesto nada imaginaba lo que me esperaba por delante.
Con apenas una semana en América aprendí pronto a hacerme el guiri cuando me convenía y al bajar del avión y adentrarme en la terminal me hice el despistado cerca de un par de familias que por allí andaban a recoger a algún integrante de la misma. Justo, un señor muy amable se ofreció para bajarme hasta la ciudad en su auto y con su familia. En lo poco que duró el trayecto me hicieron más preguntas que un periodista. Empecé ese día a acostumbrarme. Me llevaron casi hasta el mismo hostel y ya pude comprobar la particularidades de la ciudad.
Pude comprobar rapidamente su peculiar morfologia, una ciudad típicamente invernal, con cuestas, con pocas casas altas, sin un epicentro en forma de plaza, algo parecido a una ciudad de montaña en el culo del mundo. Y viento, frío aunque el día no castigara mucho.
En el hostel elegido me satisfizo el ambiente de cabaña hogareño, hacia calor y encontré viajeros de todo tipo. A pesar de mi rotunda insociabilidad en esa ocasión abrí algo mis palabras para hablar con los huéspedes llegados de diversos y muy diferentes lugares. Un par de tipos argentinos, una chica brasileña y otros cuantos paisanos que no se de donde eran. Pronto salí al supermercado y comprobé la excepcionalidad con la que se vive en esa ciudad. Precios más, bastante, elevados que en Buenos Aires y menos variedad. Una economía de supervivencia casi a pesar de ser una zona eminentemente turística hoy en día.
Al día siguiente visité una prisión muy famosa donde, evidentemente, mandaban allí la justicia argentina a aquellos prisioneros que querían castigarlos con la distancia además de la privación de libertad. Asumí que los días de octubre en Ushuaia son cortos y apenas después de la hora de la comida poco se podía hacer allí. No era temporada alta y pocos sitios había para la sociabilidad.
Uno de esos dias se decidió en el hostel hacer un cena intercultural y yo me sorprendí ofreciéndome a hacer algo. Sin haber hecho aún ninguna, me brindé en hacer una españolísima tortilla de patatas. Alguna vez tenía que ser la primera y aunque fuera muy muy muy lejos de casa me abracé a la voluntad por vergüenza y me dispuse a ello. Ahora bien, fue momento de hacer mi primera llamada de WhatsApp de mi vida. Jamás lo había utilizado. Y aprovechando el endeble wifi del hostel llamé a Kiko y no a mi madre para que me lo explicara. Llamé cuando nadie me veía y así disimular mi desconocimiento sobre el plato español por excelencia después de la paella. Se afanó en explicármelo bien y después de colgar empecé la tarea. No me salió bien, claramente. Un paso importante olvidé. Eso sí, el revuelto que presenté en la mesa a los comensales haciéndoles ver que casi era tortilla dejó bien satisfechos a las gentes con lo cual me di por contento. Eso si, mejor no hacerle fotos.
Aquella cena sirvió para que me contaran las posibilidades que tenía la ciudad y para que por fin fuera con otras gentes a un bar. Y recuerdo que fuimos a un bar de rock de putísima madre sobre todo, empezaron a pinchar unos cuantos temas de Héroes del Silencio.
Al día siguiente planeé un paseo en barco, pero no cualquiera. Para un turista que va por allá resulta casi obligatorio pasar por la taquilla para adentrarse en las aguas del Canal del Beagle. Y a punto, por rata, estuve de perdérmelo. Aquello fue una experiencia absolutamente inolvidable. Si, fui guiri total. Compré pasaje para el catamarán más grande acompañado de acomodados turistas que debido al frío y cortante viento del sur no salían a la plataforma del barquito para ver unas vistas completamente alucinantes. Sorprendido me hallé cuando me vi solo en esa parte del barco. No entendía que la gente fuera tan lejos para no pasar frío y no ver de manera privilegiada el fin del mundo. Yo, contracorriente, me encontraba sin nadie que me molestara, tan bien abrigado que solo se podía ver mis ojos entre el cortavientos y el buff. Verifiqué que había elegido muy bien la ropa del viaje. Poca pero de muy buena calidad. Aquello me hizo feliz, me permitió estar donde una treintena de perezosos guiris como yo preferían la comodidad al reto de lo inexcusable.
Otro día un tipo del hostel me propuso hacer una caminata para ver la Laguna Esmeralda. Aprendí de aquel tipo como había que tratar a los taxistas de aquel país. Su descaro rayaba la vergüenza. Yo, oír ver y callar. Cuando llegamos al punto de partida de la caminata se preveía un día plácido de naturaleza. Y si, fue un día hermoso. También excitante porque es lo más cerca que he estado de sentirme como la expedición de Scott a la Antártida, precisamente a unas pocas horas en barco de donde estaba. Pero si me sentí cerca fue porque a la vuelta nos perdimos y caminamos un par de horas con nieve por encima de tus rodillas y con la vista totalmente cegada y sin ver nada más que el blanco horizonte. Empecé a dudar de encontrar la senda correcta. Sin comida, sin agua solo un golpe de suerte nos permitió encontrar la senda correcta. En el hostel aliviado pude brindar por esa aventura sin duda alguna alucinante.
Otro día me propusieron un paseo en bici por un parque natural. Pude charlar mucho tiempo con Eric, un tipo tímido y callado hasta entonces en el hostel que se dedicaba a vender autos allá y estaba recién llegado a la ciudad. Un día en bicicleta en el sur del Sur. Fue un día precioso. Y casi para acabar mi periplo en esa ciudad ese mismo día al dejar las bicis de alquiler paseábamos por el puerto deportivo viendo atardecer cuando se nos acercó un tipo para pedirnos que si le podíamos hacer una foto. Rapidamente le caté como español. Se nos diferencia claramente. El caso es que después de estar un buen rato charlando con ese tipo, contándonos su aventura ciclista desde Ushuaia hasta Montevideo para ver encontrar a su mujer allá, sus miedos y planes, y sin habernos preguntado nuestra procedencia le dio por decir que era exempleado de banca. Y resulta que era de CajaDuero y que además vivía en Salamanca y que además vivía en la Alamedilla. Vamos, que un tipo que jamás he visto me lo tuve que encontrar no en el barrio sino a miles de kilómetros de nuestra casa. Increíble.
Bien pronto, al día siguiente, me levanté con el día bien anochecido aún. Estaba dispuesto a coger un autobús que me llevara por primera vez a Chile, a Punta Arenas. Con pena me iba de aquella ciudad aunque tampoco quedara mucho por hacer. Pero no me dio tiempo a lamentarme porque desde aquel autobús pude ver uno de los amaneceres más hermosos que he visto jamás en mi vida. Es absolutamente enternecedor ver el paisaje de la Patagonia desde el autobús solamente viendo cientos y cientos de kilómetros de parajes sin presencia humana. Fue absolutamente impactante aquel comienzo de viaje. El desierto de la Patagonia en mis ojos como si fuera el cuadro más bello que nunca había visto. Solo mi vista veía vistas alucinantes y camélidos. Muchos de esos escasos animales en el resto del mundo. Veía los colores del sol. Rojos, naranjas, amarillos. Qué suertudo fui al escoger ese lado del autobús porque la buena elección me permitió ver una de las imágenes icónicas de mi viaje.
Ushuaia, la Patagonia argentina más al sur me dejó regalos asombrosos en forma de vistas y emociones nunca vividas antes. Todo marchaba bien. Como no había nada planificado de antemano, marchaba mejor de lo imaginado.
Próximo capítulo: Todo en orden