Son, aproximadamente, los que transcurren entre el momento en el que decido apagar la lámpara de mi mesilla de noche y los que me duermo, al menos, en primera instancia.
Son irremediablemente cotidianos pero son los peores de mi vida, día tras día. Son esos instantes en donde la relación con mi mente sufre la visita diaria al psicoanalista. Esos instantes donde mi cama nueva es un desierto repleto de vacío y falto de calor, donde un abrazo es el bien más preciado. No me termino de acostumbrar a pesar de mi sempiterna soltería. Por eso en las escasas ocasiones en las que he dormido acompañado aprovechaba para tocar, aunque la palma de mi mano y mis dedos estuvieron resecos, piel humana femenina, primeramente para presentarles mis respetos y cariños y posteriormente para a acariciar su epidermis y sentirme parte de la estirpe humana y buscar la complicidad de, no se si un sentimiento, pero si de una necesidad, buscar la retroactividad del calor humano.
A veces se alargan los minutos pero el descanso es mayor, profundo como la búsqueda constante de acortar los malos sueños.
Quince minutos agónicos donde se consume la esperanza y se agudiza el vacío. Veo el negro de la muerte como un final esperado aunque da mucha pereza. En cada curva, en cada derrape, en cada zancada veo la luz. En eso minutos solo veo oscuridad. Es insostenible. Solo una caricia lima tanta ansiedad pero nunca puedo hacerla. Por suerte me duermo poco después de transitar por el infierno. Ya solo me espera el desayuno de la mañana.