Recién tuve una de las acostadas más tristes de mi vida, o acaso una de las más desilusionantes. La culpa como otras veces fue de una mujer, esta que me había acompañado durante unos largos meses en mis previos vencimientos del sueño, en el diván de la compañia. Llegó entre rumores, prejuicios, ilusiones, adulaciones…Se hizo esperar en llegar, en oir sus primeras palabras y ver sus primeros gestos. Y todo ocurria según mi idealismo. En cada página encontraba un aliento para seguir descubriendola, para seguir queriendola sin poder tocarla, para seguir amandola si poder besarla pero cada noche me citaba con su susurro que me animaba a romper todos los estereotipos del amor o esta receta que cada uno le llama como quiere sin equivocarse nadie: pasión, química, empatia, confianza, complicidad. Cada noche al reengancharme a su historia ella estaba allí para romper los recuerdos del pasado, para abrir nuevos horizontes. Su inmenso amor era el mio sin ser real y me confundia. Saber esperarla ha sido una de mis pocas virtudes. Asimilar su marcha será, probablemente, un acto de soberbia madurez pero tambien una pliega ante la fustración. Se fue como vino, sin decirme ni hola ni adios. Se fue. Avellaneda acabó.
Todos queremos algún día poder amar a Avellaneda